Soñar en blanco y negro
Así, casi sin darme cuenta, llegaba la fecha. Faltaban
veinte días y ya era el momento hora de contratar la mudanza. Había hecho otros
cambios de casa, pero nunca había recurrido a ninguna empresa dese tipo. Cuando era joven, siempre que se había dado el
caso, había reclutado a los amigos de la pandilla para los que un traslado
significaba pasarlo bien, risas, cervezas y carcajadas al intentar ser
jefes de organización en la imposible tarea de subir seis plantas un sofá que
no giraba por las escaleras. Pocas cosas sin casi valor. Mobiliario que
proporcionaba a mis casas de juventud un aspecto ecléctico. Una butaca
rescatada al lado de un contenedor, una lámpara horrorosa regalada por la
abuela, una alfombra portuguesa imposible de
combinar con el resto… un hogar maravilloso sin calefacción ni microondas.
El traslado para esta casa había sido para formar un
hogar con hijos. Ya no sería el cuartel general de los amigos, en el que tenían
cama en el sofá para las noches de fiesta. Ahora era para jugar a las casitas
de verdad. A las mamás y papás, con cacerolas de aluminio y manteles bordados, para
hacer equilibrios con los salarios y pagar el combi, el lavavajillas y el coche. La red de la sociedad de consumo
era la decoración de nuestro techo, siempre dispuesta a caer sobre nosotros y
asfixiarnos. Todo llegaba envuelto en el papel de los plazos: tres años para el
salón, otros tres para los electrodomésticos, seis para el coche. Y lo que
sobraba, daba a duras penas para comprar los productos de oferta de los
supermercados. Nada más. Años y años. Y más años. Se habían acabado las
parrandas, los viajes y las cenas fuera de casa, los caprichos de ropa, las carcajadas…
Era una persona seria, en proceso de maduraración.
Y un buen día, la carta. Certificada.
Con acuse de recibo. De los propietarios. El aviso de que no iban a renovarnos
el contrato de alquiler. “¿Cooooómo?” No puede ser. Sorpresa, indignación,
desconcierto. Seis meses para buscar otro sitio donde instalarnos, para
montar, como si fuera un mecano, todo nuestro engranaje vital, el remolino en
el que habíamos girado tantos y tantos años. Y de repente cambiar. Lo primero
fue hablar con los caseros, que se habían mostrado inflexibles y amables al
mismo tiempo. Difícil pero cierto, habían conseguido que los entendiéramos. Su
hija se iba casar y no iba a pagar casa teniendo como tenían los papás nuestro
pisito, que después de tantos años casi nos habíamos creído que era de nuestra
propiedad. Sus esquinas, el pedazo de vida de nuestra vecina de enfrente a
través del patio de luces, nuestros movimientos en la cocina también a su
disposición. La enredadera del balcón que ya no podríamos llevar, porque estaba tan liada en los barrotes que sólo saldría de
allí amputándole la mayoría de los tentáculos, la esquina de la cocina donde el
cocido hervía cada dos domingos mientras yo leía el periódico... Pero sobre
todo, el vecindario. No eran amigos, pero casi. Las panaderas con el
maravilloso calendario de los bomberos encima de la caja, cada mes un nuevo
chico cachas agarrado a una manguera, la dueña de la mercería que sonríe aunque
sólo le compres un tubo de hilo, la farmacéutica y sus empleadas que saben de
qué padecemos todos en casa y conocen nuestro interior mejor que nosotros
mismos, la dueña de la tienda de regalos en la que no entro nunca, pero a la
que me he acostumbrado a saludar cada vez que está en la puerta fumando, la
empleada de la tienda de dietética donde compro las galletas de fibra que dicen
que no engordan, la dueña de la tienda de copias que, con su paciencia sin
límite, hace todos los arreglos que le pido de copiar-pegar, incluso las chicas de esa frutería que tiene un producto tan
bueno como ellas mal carácter. Mi mundo de tantos años. Tendría que cambiar la
cafetería donde no preciso pedir nada, porque en cuanto me siento tengo mi café
con dos azucarillos. El barrio. Tocaba la despedida y no tenía ganas de decir
adiós. Alguien había decidido sobre mi vida, había manipulado mi futuro
¡maldita sea!
La indignación fue dando paso al conformismo, yo no era
la dueña de mi hogar, no era propietaria, tan sólo me pertenecía su contenido
con sus recuerdos, con sus amarguras, con sus lágrimas y risas. Todo eso podría
llevarlo conmigo, pero ya no sería lo mismo, las paredes no serían iguales, el
sol no entraría por las mismas ventanas y el frío de la rendija de la puerta
del balcón no tendría que ser tapado con una alfombra enroscada.
Empecé por lo más difícil. Desprenderme de
mis apuntes de estudiante. Ya en la
anterior mudanza había dejado atrás los libros, cuadernos y carpetas del
Instituto. Ahora, al marcharme para una casa más pequeña, habría que hacer
sitio y soltar lastre de todas partes. En realidad, había cosas que no valía la
pena conservar, pero yo sentía tristeza al tirarlas. Era como volcar una barca llena de pescaditos que no dan la talla para
comer, pero que han sido pescados con esfuerzo. Horas, o no tantas, de estudio,
de noches en blanco, de perderme siempre los Carnavales, ¿por qué rayos siempre
había exámenes en febrero? Días de empacho de letra impresa después de unas
Navidades de ocio sin tocar un libro. Se supone que los conocimientos están
ahí, y el título, pero los apuntes y los libros parecían clavarlos ¿y si
olvidaba una fecha, un dato, un nombre? Si reflexionaba, sentada en el borde de
la cama rodeada de cuadernos, y miraba hacia el ordenador, sabía que todo ese
pánico al olvido quedaba calmado con la inmensidad de Internet pero, ¿por qué
no conseguía sosegarme? Era una decisión difícil, buscar motivos por los que
tirar a la basura unas cosas y otras no.
Así pasaba el tiempo y con la parte de arriba del armario
esperando aún para ser vaciada, apretadas las hojas como sardinas en lata. Me
di cuenta tres horas después de mirar hoja por hoja de que no era el miedo a
olvidar fechas o conocimientos, el pánico era borrar a mis compañeros, las tardes de latar clase en aquella
cafetería, enterrar a aquel chico por el que me ponía colorada, aquel que ni
veía para mi, terror a no recordar el nombre de la profesora con un nombre que
acababa en del Perpetuo Socorro o el profe que me sacaba al encerado porque me
llamaba igual que su mujer. Observando papeles oficiales encontré el suspenso
injusto que había bajado tanto mi nota
media, y varias fotos de carné amarilleadas por el tiempo y con el óxido de las
grapas marcado en mi frente. Eran como diarios, fotografías escritas, apuntes
ligados a cada visión, flashes de risas y lágrimas. Era como querer enterrar
tantos años de mi vida invertidos en la idea fija de tener una carrera universitaria.
Mi título estaba sujeto por todos aquellos apuntes, aún hechos a mano,
cuadernos y cuadernos, los de sucio, los de limpio, los libros, las guías del
curso... no era capaz de deshacerme de nada. Encontré las notas
escrupulosamente guardadas dentro de sus sobres. Besadas con carmín. Las separé
del resto consciente de que ellas si se salvarían de la quema. Metí el resto en
varias cajas grandes. Demasiado peso. Las aparté para un lado, como aparté la
decisión de tirarlas o conservarlas.
Lo mismo que pasó con los apuntes pasó con todo. Ropa
especial de hacía muchos años, imposible entrar dentro de las prendas, con los
años las tallas tampoco vuelven atrás, avanzan sin piedad. Gabanes viejos que
abrigaban historias, como la de aquella tarde en un guateque, bailando una
lenta con un chico del que no recuerdo el nombre pero que decía cosas hermosas
al oído, aquella en la que escuchando canciones de los Beatles olvidé que se
hacía tarde y me marché corriendo cuando vi la hora, dejando el abrigo atrás.
Lo recuperé el siguiente domingo, llevaba toda la semana disimulando su falta
delante de mi madre. Allí estaba, encima de la piedra de la esquina de la casa
medio en ruinas que nos hacía de discoteca. Y aquí estaba, en el fondo del
armario, con unas bolitas de alcanfor en los bolsillos. Era pasado, pero un
pasado hermoso, nada menos que la visión nebulosa de los años de la
adolescencia. Cerraba los ojos y recordaba los discos, los amigos, la ropa,
aquel miedo a ser descubiertos en una propiedad que, aunque abandonada, era
privada. Aquellos cigarros sujetos con suavidad entre los dedos de chica delicada,
las risas, el temblar al mirarlo a él... El abrigo era mi archivo de la
adolescencia. El Loden verde que
tanto había sufrido para comprar. El capricho, según mi madre. Pero el capricho
que todas mis compañeras ya tenían, tal vez por eso era especial. Y ahora,
tener que desecharlo. Si lo pensaba bien, los recuerdos los tenía igual
almacenados en la cabeza, pero con el chaquetón llegaban en seguida, sin
llamarlos, sin tener que estrujarme los sesos para recordar, él me decía cómo
se llamaba aquella amiga del alma, o qué canción me hacía sentir melancólica, o
cómo lo lanzaba a una esquina cuando sonaban los rock and roll. En cuanto tocaba su textura verde escuchaba como por
arte de magia a los Doors con el “Ligth my fire” y aquel “Smoke on the water”
del Made in Japan de Deep Purple o a Patty Smith con su “Horses” que me hacían
vibrar. El abrigo traía muy cerca a los Tequila que habían venido a tocar al
pueblo y que fui a escuchar sin permiso, con lo que me gané un castigo sin
salir al día siguiente; todas mis amigas hicieron cola en el hotel donde se
alojaban los músicos y habían conseguido arrancarles un autógrafo y alguna,
atrevida, un beso en la mejilla al cantante argentino por el que suspirábamos.
El abrigo fue a parar donde los apuntes, convencida de
que estaba señalado como seguro candidato al olvido. En esa esquina caían todas
aquellas cosas que estaban en espera de saber si cabían en la nueva casa, la
mitad de pequeña que esta, muy nueva eso sí, que dejaba entrar el sol hasta los
últimos rincones, que tendría que limpiar menos, que poseía unas hermosas
vistas, que dejaría mi nómina temblando cada día cinco. Y que prohibiría la
entrada como mínimo a mis apuntes y a mi ropa de otros tiempos más felices.
Una tarde entera la había perdido con la morriña,
con los recuerdos, con aquella sonrisa estúpida cada vez que encontraba algo:
la entrada de una discoteca que sólo yo podía saber que lo era, porque la tinta
se había borrado con los años, aquella cigarrera de cuero con una banda violeta
de cuando fumaba a escondidas, los vinilos con las fundas comidas por los
ratones del trastero de la primera casa, ¿para qué iba a querer discos antiguos
si ahora podía tener la música que me diese la gana bajada de internet y con
mejor calidad? Pues porque si, porque ver la portada de aquel Bob Dylan
jovencito me traía los acordes de su “Cambio de Guardia” y podía decirme
claramente que yo había estado allí, en los guateques, en las tardes de radio
de canciones dedicadas, en las noches de Musical Casette en las que no había
cortes en la música para poder grabarlas. La tarde entera perdida y la casa
toda por deshacer.
Así habían pasado los días y pronto mi hogar, aquel
santuario-refugio en el que había vivido tantos años e historias, comenzó a
parecer otro. A desnudarse. Primero habían sido las cortinas, sin ellas perdí
toda la intimidad y estaba obligada a mirar directamente esas persianas que
siempre debía que limpiar y no limpiaba nunca. Poco a poco cambió de casa a
almacén. Pasé de no querer marcharme a desear huir de allí. Me tropezaba con
todo, intentando poner orden sin conseguirlo, los habitantes de los cajones, de
las estanterías, habitaban encarcelados en docenas de cajas de cartón
amontonadas unas encima de otras. El espacio no estaba organizado para eso,
había cuartos en los que no se podía entrar por el olor a polvo, no tenía nada
que ponerme porque la mitad de la ropa estaba ya embalada, no encontraba las
ollas pequeñas o el cuchillo de cortar la pizza. Aquella casa en la que había
vivido tan a gusto se había convertido en una cárcel de cajas. No me llegaba momento
y en cambio, sabía que no tenía tiempo para hacer todo antes de la fecha. Los
últimos días tiraba cosas sin piedad. Las enciclopedias de las colecciones del
periódico quedaban apartadas si no estaban completas o bien encuadernadas. Hubo
libros que había leído hacía tantos años que ya ni recordaba la trama, obras bet-sellers compradas cuando no tenía
criterio claro de qué leer, esas no me dio pena pasarlas a la zona de las cosas
para regalar. Pensaba que si estuviéramos en los Estados Unidos podría haber
puesto un mercadillo en la puerta del edificio. Tiré cientos de cosas que no
valían nada y otras que aún tenían uso, pero ya no había tiempo ni ganas de
seleccionar.
El último día fue terrible, nos dimos cuenta de que quedaba
por vaciar el trastero. Nos habíamos olvidado de hacerlo. Y allí estaban la
mayoría de los recuerdos, como ojos abiertos, interrogantes, ¿qué vais a hacer
con nosotros? parecían preguntar. Eran cosas con vida propia, como el abrigo Loden, totalmente prescindibles pero que
latían. Eso fue lo peor, dos enormes cajas llenas de souvenirs y regalos de los viajes que abrían una ventana donde
mirar el viaje mismo, los vuelos, las visitas a los monumentos, las comidas…
Los viajes eran islas, eran espacios prohibidos para lo cotidiano, estaban
fuera de la rutina de la vida, marchar de viaje había sido huir de la vida
misma, vivir otra diferente, gastar sin tino. Si dejábamos atrás esas cosas
cerrábamos la ventana, y no sólo eso, pasábamos una mano de pintura negra por
los cristales.
Quedaban las fotos, sí. Las salvaríamos. Prescindiríamos
sólo de los recuerdos físicos. Quedaba aquel papel mágico al que habíamos
trasladado imágenes delante de edificios o parques, o playas, o cualquier cosa
que mereciese ser recordada. Comiendo pescado frito en los barcos que se
balanceaban en el Mármara, en unas pequeñas sillas en el puerto de Estambul, el
puño izquierdo en alto delante del Congreso de los Diputados, mi inmensa barriga embarazada en el Parque
Güell, las caras de asombro con los delfines de Valencia, la imitación del
“Pensador” del Musée Rodin, acuarios mil, montañas mil, rocas y olas mil,
iglesias románicas, góticas, renacentistas, edificios singulares mil. Todo
estaba allí, en los álbumes de fotos. No pude evitar pensar que, en un hipotético incendio nos quedaríamos sin
recuerdos si desechábamos los souvenirs de
las cajas. El papel arde pronto, hecho ceniza por el aire, mezclando imágenes.
Pero no nos detuvimos en eso. Los recuerdos, los souvenirs no tenían sitio en nuestra nueva etapa, ni teníamos
tiempo tampoco para ellos, para seleccionarlos. No quedaban días, no quedaban
horas. Y salvamos las instantáneas.
Durante todo ese tiempo no tire casi nada al contenedor. Dejaba
todo por fuera de él, a la vista, en la acera. Para que lo cogiera alguien. A
veces en el trayecto de vuelta para coger más objetos, desaparecían cosas: una
estantería vieja, los libros de cocina de la colección de fascículos, una caja
de madera, un adorno. Cada vez que bajaba faltaba algo, y sólo podía sentir
menos culpa de esa forma. Para otra persona serviría lo que yo desechaba,
aquello que en un tiempo me había parecido imprescindible o hermoso. Nunca
coincidí con nadie cogiendo nada, sin embargo las cosas iban faltando, como
aquella vez en mi segunda o tercera casa, cuando tiré la vieja lavadora porque
ya no tenía arreglo. Los técnicos de la lavadora nueva la habían bajado antes
de la hora, el día que recogían electrodomésticos los del Ayuntamiento.
Misteriosamente, sin saber cómo, iban desapareciendo piezas hasta que sólo
quedó la carcasa. Cada vez que veía por la ventana faltaba algo. Había sido
como mirar un esqueleto, me recordó a los animales que mueren en el desierto, una
hiena se come las
vísceras, otros animales se comen la piel, y lo poco que queda se pudre y vuela
con el viento mezclado con las arenas. Al final queda una carcasa. Como mi
vieja lavadora. En la mudanza lo mismo. Me hacía feliz saber que mis cosas no
irían a parar a una planta de tratamiento de residuos.
El comienzo en la nueva casa no fue más fácil que el
final en la otra. Discusiones y descontrol. El no encontrar algo se convirtió
en cotidiano durante las primeras semanas. Yo parecía un fantasma. No quería
adaptarme a mi nuevo hogar, demasiado pequeño y en el que los muebles comprados
a medida para las habitaciones antiguas, ahora no encajaban. Pasamos días
agarrados al metro y echando las manos a la cabeza. Había que comprar un montón
de cosas. Las cortinas tenían medidas diferentes, no se aprovechaba nada. En la
cocina no cabían as ollas, los cd’s
no tenían sitio, muchos libros fueron directos al trastero y varias cosas
terminaron regaladas.
Lo peor había sido prescindir de las plantas, de mi
vergel del balcón donde tenía que entrar con las puntas de los pies para regar. Ya no existían. Había dado las
plantas en adopción, a unos amigos con casa que me habían prometido que podría
ir a cuidarlas cuando quisiera. Sí, cuando quisiera, pero ya no sentía como
mías aquellas ramas que mimaba, a las que les quitaba hojas secas e hierbas
malas. A las que les contaba los retoños nuevos, a las que miraba florecer en
primavera y mustiar en otoño. Eso, con el abrigo Loden, los apuntes y los souvenirs
de los viajes, había sido lo peor. Pero no había vuelta atrás y tenía como
consuelo que la decisión no había sido mía.
Aún así… me faltaba el aire. Soñaba en blanco y negro.
Ese aire me faltó durante dos meses enteros, justo hasta
que colocamos los cuadros y las cortinas nuevas. En cuanto tuve mi escritorio,
infinitamente más pequeño que el anterior, me senté a escribir después de tanto
tiempo. Y miré por la ventana mi nuevo horizonte de montes lejanos y azules y
las todas lucecitas de una parte de la ciudad, relucientes en las noches de
insomnio, con el parque silencioso y vacío en los días de lluvia. Y con las
primeras lágrimas de las nubes contra la cristalera que pude disfrutar, en una
amplitud hacia afuera que no conocía porque nunca la había tenido, con la
primera tormenta repartiendo relámpagos por tejados, dejé de sentirme una
extraña en mi casa.
Y el sueño repetido y continuo, en el que los de la
mudanza destrozaban el piano al bajarlo por las escaleras, ese en el que yo
tenía que pegarle las teclas con cola de contacto, desapareció de mi repertorio
de surrealidades y volví a soñar a todo color.
Clara me gustó mucho este relato.
ResponderEliminarEs un repaso de una vida que también podría ser la mía.
Felicidades!!